Aunque Cecilia y Aguasanta Valderrama Ruiz eran gemelas, no había dos personas más distintas en el mundo. Desde pequeñitas, a pesar de que eran dos gotas de agua, podía reconocérselas fácilmente por el carácter: mientras Cecilia siempre estaba seria, Aguasanta era un cascabel. De bebé, Cecilia era insoportable. Había cambiado el día por la noche y lloraba toda la madrugada sin cansarse. Aguasanta, en cambio, dormía la noche completa desde que tenía diecisiete días. Cecilia no aceptó a la nodriza. Aguasanta se pegó a la Negra Loló desde que nació.
En unas fotos de estudio que les hiciera un fotógrafo a cambio de una consulta médica que el padre de las gemelas, el doctor Valderrama, no le cobró, Cecilia salió enfurruñada viendo para el piso en el par que le tomó. De Aguasanta hizo unas veinte, cada una más hermosa que la otra.
Cecilia se llamaba así en honor a una tía abuela, que murió a los diecisiete años, tapiada mientras bordaba en el terremoto de Cumaná de 1853. En la casa conservaban la mesa que encontraron a su lado y el pañito sin terminar.
- La mesa es de Cecilia, ya lo saben – decía su madre.
Aguasanta debía su nombre a una parienta que ayudó a los patriotas cuando emigraron a Oriente.
- Menos mal que me llamo como una viva y no como una muerta – le decía Aguasanta a Cecilia.
- No seas necia, las dos están muertas desde hace tiempo, y la tuya no poseía ni siquiera una silla – le respondía Cecilia.
Cecilia jugaba con una muñeca que cuidaba más que a su vida. Era una de dos muñecas idénticas que les habían traído de París los acaudalados tíos Ruiz. El destino de las muñecas fue tan distinto como las mismas hermanas: la de Aguasanta no duró entera. Le cortó el pelo. Le quitó la ropa y se la puso a una gata. Un par de semanas después, lo que quedaba de muñeca después de que un perro callejero la mordisqueó, yacía cogiendo sol en el patio.
Cecilia era una alumna modelo. Era la niña ejemplar, favorita de las monjas y maestras. Agusanta era la oveja negra del colegio. No la echaron porque el doctor Valderrama era el médico de la congregación. Pero Cecilia resentía su conducta… y su popularidad.
Un día Cecilia corrió para llegar a su casa. Su madre, Doña Antonia Ruiz, la preocupó verla llegar tan atafagada, despeinada y con los zapatos sucios de barro. Era algo totalmente inusual en ella, que siempre regresaba impecable, igual que como había salido.
- Cecilia, hija, ¿qué te pasa?
- Mamá, no te imaginas lo que hizo Aguasanta – dijo con la respiración entrecortada.
Doña Antonia suspiró.
- Mamá – continuó Cecilia y las lágrimas corrieron por sus mejillas – A Aguasanta la botaron de clase porque estaba fastidiando, y en vez de irse para la capilla, donde la mandaron a rezar, se fue para el cuarto de los trastes. Allí encontró un traje largo azul claro, desteñido, y se lo puso. Luego se fue a la capilla, quitó a la Virgen del pedestal… ¡y se montó ella! Cuando entramos estaba montada en el pedestal viendo hacia el techo, con las manos juntas ¡como si ella rezara, mamá!
- ¡Dios mío santo y bendito! – dijo su madre – ahora ni tu papá la salva. ¿Qué voy a hacer con esa niña?...
- ¡Ay, mamá, qué avergonzada estoy! Yo no quiero volver al colegio. Todas me van a señalar…
- ¿Y dónde está tu hermana?
- Venía detrás de mí, pero yo corrí para contarte. La Madre Superiora la castigó y le pegó con la palmeta, pero a ella no le importó – lloró Cecilia.
Pero a Aguasanta no la botaron del colegio, y el doctor Valderrama soltó una sonora carcajada cuando se enteró de la travesura de su hija.
- Aguasanta es más bella que la virgen que tienen las monjas en la capilla – dijo.
- ¡No te rías, Agustín! – le imploró su mujer inútilmente. Cecilia resentía el abierto favoritismo de su padre por su hermana. También resentía el desorden económico que imperaba en su casa.
- No hay con qué comprar la comida – anunciaba su madre.
- ¿Qué vamos a comer? – preguntaba Cecilia con angustia cuando sucedía eso.
- Mango, chica, comeremos mangos. ¿No ves cómo están las matas cargadas? Comeremos mangos y Loló puede preparar chocolate con el cacao de la mata del patio – respondía Aguasanta.
El doctor Valderrama hacía una lista de los pacientes ricos que había atendido, y mandaba a la Negra Loló montada en la burra a cobrarles. A los pobres jamás les pasó factura. El cobro les permitía vivir holgadamente hasta que, nuevamente, se acababa el dinero. Por eso Cecilia cuando se casó, administró con rigor hasta el último centavo.
Ya de adolescentes, Aguasanta era el alma de las fiestas. Tenía un enorme éxito con los muchachos. No así Cecilia, quien la miraba de lejos. Hasta el día que saliendo de la Misa de Santa Inés conocieron a Eduardo Alcántara, quien acababa de llegar de Caracas donde se había graduado de Doctor en Ciencias Físicas y Matemáticas, y era hijo de los Alcántara Silva, amigos de sus padres. Eduardo quedó prendado de la belleza de las gemelas, pero como sucedía usualmente, la personalidad de Aguasanta lo cautivó. Pero Cecilia quedó cautivada por Eduardo y decidió que esta vez su hermana no se saldría con la suya.
Eduardo comenzó a visitar la casa de los Valderrama. Aguasanta se levantaba en el medio de la conversación y se iba para el jardín. Eduardo se quedaba conversando con Cecilia y la señora Valderrama, pero era evidente que su atención estaba puesta en la puerta por donde había salido Aguasanta.
- Hace mucho calor – decía Eduardo con frecuencia - ¿por qué no nos sentamos afuera?
- ¿Para dónde se habrá ido esa niña? – preguntaba doña Antonia.
- Si quiere la voy a buscar – se ofrecía Eduardo.
- No se moleste – le decía Cecilia – yo la busco – y salía lívida de la rabia, mordiéndose los labios.
Cuando encontraba a Aguasanta, ésta se reía.
- Está desesperado esperando que yo regrese, ¿verdad? ¡Me encanta que se ponga así! – le decía a Cecilia.
- Nada desesperado, pero eres una maleducada. Mamá dice que vengas a recibir la visita.
Cecilia se afligía cuando veía que todos los dulces que preparaba, los bordados, cualquier cosa que hiciera por atraer la atención de Eduardo, eran infructuosos. Él sólo tenía ojos para su hermana. Un domingo a la salida de misa Eduardo, en un aparte, le dijo:
- Cecilia, quiero hablar con usted.
A ella se le iluminó la cara y sonrió. Era poco usual que sonriera.
- Como usted se habrá dado cuenta, estoy enamorado de Aguasanta, pero creo que ella no me corresponde.
- ¡Ay, Eduardo! – le respondió Cecilia, tragando grueso – no sabe usted cuánto lo siento. Usted tiene todas las cualidades para que una joven se enamore de usted, pero Aguasanta es como es.
- ¿Usted podría preguntarle qué siente ella por mí?
- Sí, claro, pero no le doy esperanzas…
- Por favor, Cecilia. Yo sé que ella hace esas cosas para llamarme la atención. No crea que no lo he advertido…
- Hablaré con ella, se lo prometo.
Esa noche, Cecilia abordó a su hermana:
- Si no te gusta Eduardo, no veo por qué le tienes que dar falsas esperanzas.
- ¿Y quién te dijo que no me gustaba? ¡Claro que me gusta! Es sólo una táctica para enamorarlo más.
- No te lo creo. Si estuvieras enamorada de él, quisieras estar siempre a su lado.
- Si es por estar a su lado, quien está siempre a su lado cada vez que viene eres tú, y no te ha servido de nada, hermana… le gusto yo.
Cecilia sintió que le hervía la sangre.
- Claro que no, sólo trato de ser lo que tú no eres: amable – le respondió.
Pero esa noche no pudo dormir pensando en las palabras de Aguasanta “¡Claro que me gusta!”… No lo podía permitir. Estaba dispuesta a hacer lo que fuera por evitarlo.
Cuando Eduardo las visitó el lunes en la noche, Aguasanta se disculpó. Cecilia aprovechó un momento en que Doña Antonia se levantó para decirle:
- Eduardo, hablé con Aguasanta.
Eduardo se levantó de su silla.
- Dígame, Cecilia, por favor, antes de que regrese su señora madre.
- Ella no está interesada en usted.
- ¿Cómo?...
- Verá, ella está enamorada de otro… por favor no diga nada…
Eduardo se despidió temprano. Cecilia quedó consternada. Aguasanta intuyó que algo andaba mal.
- ¿Qué te pasa, Cecilia? – le preguntó cuando se acostaron a dormir.
- Nada, nada.
- ¿Te gusta Eduardo, verdad?
- No, para nada…
- Pues lo disimulas muy mal…
- A mí me gusta, no te lo voy a negar… pero no me enamora. Me divierte tener al soltero más cotizado de Cumaná comiendo en la mano. Pero si a ti te gusta, es tuyo… te lo regalo – le dijo Aguasanta.
Cecilia la miró con desconfianza.
- Te dije que no me gusta – le repitió.
- Pero yo sé que te gusta. Nunca le habías puesto tanta atención a nadie. Tú nunca te habías puesto a prepara dulcitos con tanto denuedo. ¡Y los bordados! Hasta le ganas a mamá. Ya te lo dije, te regalo a Eduardo.
- No, gracias, Aguasanta, eres muy generosa, pero Eduardo no es hombre para mí.
El martes Eduardo se excusó de la visita vespertina. Y también el miércoles, el jueves, el viernes y el sábado. El domingo a la salida de la misa, se acercó a saludar. Cecilia lo saludó con frialdad. Aguasanta, en cambio, lo recibió con una espléndida sonrisa.
- Debo reclamarle que nos haya abandonado, Eduardo – le dijo
- ¿Quiere decir que usted, digo, ustedes, me han extrañado? – preguntó esperanzado.
- ¡Claro que lo hemos extrañado!
Eduardo reanudó las visitas, y Aguasanta siguió abandonando el salón cada vez que él venía. Cecilia sentía una rabia creciente por su hermana.
Pero todo cambió por esos días, cuando se mudó a Cumaná una pareja de corsos que se había casado por poder. Él era un hombre apuestísimo, simpático, de estupenda disposición. Ella era mayor que él, no muy agraciada y como la casaron obligada, estaba amargadísima por haber dejado a su verdadero amor en la isla.
Aguasanta los conoció durante la inauguración del tranvía de otro corso de apellido Pieri, a la que había asistido acompañando a su padre. El joven se llamaba Henri. Cruzaron las miradas, y el flechazo fue inmediato. Cuando estrecharon las manos y él se inclinó para besársela, ella sintió una corriente que le recorrió todo su cuerpo. Sus ojos se dijeron todo. Fue amor a primera vista.
En el momento del corte de la cinta, en medio de la confusión y los empujones, Henri se las arregló para apretarle la mano.
- ¿Cuándo nos vemos otra vez, mañana? – le susurró.
- ¡No, mañana no! – le respondió ella.
Henri puso cara de desolación.
- Esta tarde – le dijo ella – No puedo esperar hasta mañana.
- ¿Dónde? – preguntó él con los ojos brillantes.
- Detrás de la plantación de cacao de los Bermúdez hay un arroyo…
- Allí estaré.
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