lunes, 3 de mayo de 2010

Vivaldi en las cárceles

Los detractores de la globalización no se dan cuenta de que ésta es indetenible. Y en el plano de las comunicaciones, aún más. Poseer un teléfono celular, acceso a Internet y estar suscrito al Twitter es tener el mundo en las manos. La inmediatez de las noticias acabó con las distancias.

El 4 de abril de 2010 en la edición de Nueva York del New York Times, salió un extenso artículo sobre la juez María Lourdes Afiuni. Quienes aquí todavía creen que los lobbies internacionales tapan toda clase de marramuncias, deberían leerlo: es de una claridad meridiana sobre la situación de la justicia en Venezuela. Aunque está dedicado a la juez María Lourdes Afiuni -arrestada luego de que el Presidente Chávez, absolutamente fuera de sí con una decisión que ella tomó, dijo públicamente que Simón Bolívar “la hubiese fusilado”, entre otros epítetos- el artículo también menciona los casos del General Baduel, Franklin Brito y Oswaldo Álvarez Paz.
El caso de la juez Afiuni le ha dado la vuelta al mundo ya varias veces, y ha recibido la condena de cuerpos colegiados. El más reciente del que he tenido noticia es de la Federación de Magistrados Argentinos, que fue distribuido en las Embajadas y organismos competentes en esa nación.

Muchas veces me he preguntado en qué se nos ha convertido el país. Siento que no pertenezco a un país en donde hay tanto odio, tanta inseguridad, tanta mediocridad, tanta hipocresía, tanta corrupción. En un país donde cada noche que uno pone su cabeza en la almohada siente que sobrevivió un día más. ¿Qué calidad de vida es esa? Y la idea de emigrar me da vueltas cada vez con más frecuencia. Si mis bisabuelos que vinieron de Italia y Francia pudieron, y mucho antes los que vinieron de España, ¿por qué yo no?

Estos pensamientos me impulsan cada vez más a buscar razones que me digan, “sí, debo quedarme”. El Sistema de Orquestas es una de esas razones. La maravillosa obra de José Antonio Abreu me da las esperanzas que necesito para seguir.

Por eso cuando leí en el artículo del New York Times que la juez Afiuni, un día en que se sentía particularmente desesperada (está recluida con mujeres que ella sentenció a prisión por drogas y asesinatos), recobró las esperanzas cuando escuchó a la Orquesta Penitenciaria tocando música de Vivaldi, yo también recobré las mías. Si Vivaldi está en las cárceles, nuestro país tiene remedio.

Gumersindo

Fue ese día cuando me di cuenta de por qué causaban tanto estupor las cosas que hacía Gumersindo, el jardinero de casa de mi abuela. Para mis hermanos y yo era normal, por ejemplo, que Gumersindo matara un gusano, lo triturara y enterrara sus despojitos al pie de la mata de amapola, y que al día siguiente amanecieran muertos todos los demás gusanos que vivían en la mata, como una gran y peluda alfombra verde, negra, anaranjada y marrón.

Aquella tarde hacía un calor inusual. Acabábamos de almorzar y salimos con pesadez al jardín. Allí estaba Jaime, el taxista que siempre buscaba a mi Tío Pedro. Buscamos sombra en la glorieta de la pila. Un “chiss, chiss, chiss” nos llamó la atención: una culebra cascabel, armada y lista para atacar, estaba frente a nosotros. “No se muevan”, susurró Jaime.

En ese instante apareció Gumersindo. Su presencia nos calmó. Estiró el brazo con el que sostenía la escoba que siempre lo acompañaba y se quedó viendo fijamente a la culebra. La cabeza de ésta comenzó a temblar. La lengua, segundos antes erecta, quedó colgando. Luego le tembló todo el cuerpo. El “chiss, chiss, chiss” ahora sonaba más rápido. ¡Chiss, chiss, chiss, chiss, chiss, chiss!

Finalmente cayó muerta. Nosotros celebramos con alborozo. Pero Jaime, el pobre, estaba espantado. Se echó agua en la cara, balbuceó algo que no entendimos, se montó en el carro y salió en retroceso a toda velocidad. No supimos más de él. No regresó ni a cobrar.