La mayor de los hijos del ministro tenía eso que llaman “vida”. Ese algo que va más allá del encanto. Ese algo que tiene mucho de inteligencia y mucho de picardía. Leonor era más que bonita, sin ni siquiera ser bonita.
Manejaba cuando sólo dos mujeres manejaban en Caracas. Salía a pasear en el Lincoln de su papá, desde Caracas hasta Los Chorros. En Los Dos Caminos montaba en el carro a todos quienes cupieran y quisieran pasear hasta la casa grande. De “orillera”, la calificaba su mamá cuando la veía entrar en el automóvil en medio de una gran algarabía, con muchachos sentados hasta en el capó y tocando la corneta. Al nomás bajarse del carro, salía en frenética carrera a lanzarse con ropa y todo en el tanque de agua, seguida por todos sus pasajeros. “No parece ni prójima de la madre”, decían los lugareños.
Se susurraban historias sobre ella. “Parece que no es virgen”… “tuvo un romance con un hombre casado”… “la vieron bañándose a medianoche en el chorro de Ño Leandro con el embajador del Canadá”… pero siempre había alguien que las desmentía o las acallaba. A Leonor, al contrario del resto de su familia, la tenía muy sin cuidado el “qué dirán”. Su franqueza desarmaba a cualquiera. Con la misma desfachatez con la que le había metido un rabipelado en el baño a la esposa del presidente de una compañía de seguros norteamericana “para que aprendiera a no ser tan pazguata”, se paraba en medio de los discursos en los actos oficiales y se iba. Leonor Alcántara no comía cuentos.
Indomable era el calificativo que mejor le calzaba. Su madre había perdido las esperanzas de que cambiara, aunque la seguía de cerca para intentar guardar las pocas apariencias que le permitían los actos de su hija mayor. Leonor usaba pantalones para salir en Caracas, se quitó el luto por la abuela antes del año, tomaba ron y ocasionalmente fumaba. Era total y absolutamente irreverente. Irónica con la gente que consideraba tonta y sarcástica en sus apreciaciones sobre la vida. Dormía desnuda, leía hasta la madrugada libros que no tenían el “nihil obstat” en el que insistía su madre y a falta de imágenes de hombres desnudos – las fotos que había traído de Nueva York las quemó la señora Alcántara- se excitaba viendo unas fotos de desnudos femeninos que encontró guardadas en una lata, en el fondo de una gaveta en el estudio de su papá.
Leonor tenía el cabello castaño oscuro y corto. Se lo cortó ella misma el día que cumplió dieciocho años, harta de la larguísima trenza que por años había usado y que guardaba para colocarse como postizo en ocasiones especiales. Ya una vez lo había llevado corto, cuando tenía siete años, pero había sido por causa del tifus. Desde entonces no se lo había cortado. Además, el cabello corto estaba de moda y se le veía muy bien, pues lo tenía liso y muy brillante. Para ondulárselo, en las noches se colocaba unas pinzas francesas que le había regalado su amigo Manasés. La señora Alcántara no veía con buenos ojos la amistad de su hija con el judío “porque los judíos mataron a Cristo”, pero Leonor respondía invariablemente:
-Mamá, ¿qué de malo tienen los judíos? ¡Cristo era judío!
Manasés era distinto a todos sus otros amigos. Hablar con él siempre era muy interesante. Hablaba de otros temas y hacía otras cosas. La había llevado al set donde su amigo Enrique Zimmerman filmaba la película La Dama de las Cayenas o pasión y muerte de Margarita Gutiérrez, una sátira de La Dama de las Camelias que se había estrenado unos meses antes. Ahí Leonor descubrió una nueva pasión: el cine, e hizo amistad con dos de los actores: Francisco Pimentel, a quien llamaban el Jobo, y Leoncio Martínez, apodado Leo.
Con Manasés había ido a ver a sus amigos barriendo la Plaza Bolívar trajeados de smoking, por órdenes de un hipnotizador que habían visto en el Teatro Municipal.
- ¿Y a ti por qué no te hipnotizó, Manasés? –
- Porque yo no soy patiquín.
Leonor rechazaba con toda fuerza las diferencias sociales. En eso se parecía a su papá, el doctor Alcántara.
- Si yo quisiera matar a mi mamá, con decirle que me voy a casar con un negro pobre bastaría – le decía a Manasés.
- No vayas tan lejos: si le dices que te vas a casar conmigo también se moriría – y los dos se reían a carcajadas.
Manasés había sido el primer hombre que la había besado. Como ambos sabían que era imposible una relación entre ellos –Manasés tenía que casarse con una judía- se convirtieron en mejores amigos.
- Tienes los ojos tan negros que no se te ven las pupilas, y eso me causa intranquilidad.
- ¿Y por qué, Manasés?
- Porque no sé si me estás diciendo mentiras. Cuando la gente dice mentiras se le dilata la pupila.
- ¿En serio? Tú mejor que nadie sabes que soy muy franca: yo digo lo que pienso.
- Sí, pero puedes decir lo que piensas y también decir mentiras. No son cosas excluyentes.
- ¿Y tú crees que yo digo mentiras?... Dime, ¿qué mentiras te he dicho?
- Yo lo que creo es que tú tienes un volcán adentro que no sabes cómo manejar.
- ¿Que no sé cómo manejar? ¡Eso crees tú, Manasés!…
Emma era la mejor amiga de Leonor. Vivía en casa de los Alcántara cuando estaba en Caracas. Ella y Leonor eran muy distintas, pero desde que se conocieron siendo muy pequeñas habían sido inseparables. Fue con motivo de la boda de un tío de Leonor con una tía de Emma en Villa de Cura, que selló la amistad de vieja data de las dos familias. Además, la señora Alcántara era la madrina de Emma.
- ¡Qué bueno que llegaste! – le dijo Leonor a Emma – No aguanto a Glorita. Mi mamá le dijo que no me dejara sola ni un segundo y estoy que la pateo. Manasés tampoco la soporta, dice que se hace la boba para enterarse de todo lo que hablamos para ir a soplárselo a mi mamá. Eres mi chaperona favorita, Emma.
- Yo también estoy muy contenta de haber venido, tengo cosas que contarte.
- ¡Cuéntame, cuéntame!
- ¿Te acuerdas de Daniel Smith?
- ¡Claro, es el buenmozo aquél que te coronó cuando fuiste reina de los carnavales! ¡Cómo olvidarlo!
Emma se sonrojó.
- Me ha estado visitando.
- ¿En serio?... ¿y qué… por fin te diste un buen revolcón?
- ¡Ay, Leonor, tú con tus cosas! Si te oyera mi madrina.
- ¿Te revolcaste o no?
- ¡Claro que no, Leonor! Y tú tampoco te has revolcado con nadie, no sabes nada de eso. Las que se revuelcan son las mujeres de la mala vida. Tú y yo somos mujeres decentes y observantes cristianas.
Leonor sonrió. Si supiera Emma de lo que se había perdido.
- ¿Ni un beso te ha dado?
Emma se volvió a sonrojar.
- ¿Te besó, Emma?
- Sí.
- ¿Y?
- Me propuso matrimonio.
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