Clara Alcántara no podía tener mejor puesto el nombre: llevaba luz al lugar donde se encontrara. Luminosa, radiante, bella, bellísima. Blanca de cabellos castaños rizados, ojos color miel con grandes pestañas, la piel perfecta como un melocotón y una sonrisa acompañada por un hoyito en cada mejilla.
Clara era inteligente y perseverante. Cuando quería algo lo lograba. También era malcriada y llorona, condiciones que aprovechaba Ramón para sacarla de sus casillas y hacerla rabiar.
- Ya Clareta está llorando, llorona, llorona… - Ramón bailaba a su alrededor.
- Déjala, Ramón, estás muy grande para la gracia. Y tú, Clara, para qué le haces caso – decía la señora Alcántara.
Clara se parecía físicamente a su madre, aunque con otro colorido. La señora Alcántara, como todos los Valderrama, era rubia de ojos verdes. A ambas les gustaba mucho que les dijeran que se parecían, aunque la señora Alcántara aseguraba que si la gente seguía diciéndole a Clara lo bella que era, se iba a convertir en un ser insoportable.
Leonor, que le llevaba diez años, era su ídolo. Clara deseaba ser como Leonor cuando creciera, osada, brillante, aguda. Hacía todo para llamar su atención y complacerla. Y sentía celos del claro favoritismo de Leonor por su hermana Margarita, la menor de todos.
Por eso, aunque a Clara le daba nervios el asunto de robar gallinas, acompañaba a Leonor a extraerlas del gallinero de los Guevara. Y es que Leonor aseguraba que no había en el mundo algo más delicioso que un sancocho de gallinas robadas. Clara no sabía si era cierto, pues no notaba la diferencia en el sabor de los sancochos, pero era una forma de que Leonor la tomara en cuenta.
Clara admiraba el arrojo con que Leonor entraba en el gallinero. Ella se limitaba a esperar del lado de afuera.
-¡Atájala, Clara! -gritaba Leonor mientras lanzaba la gallina por encima de la cerca a la vez que la salvaba de un solo brinco. Luego corrían muertas de la risa y con el corazón que se les salía por la boca hasta llegar donde los demás las esperaban con la olla lista.
-¡Bravo, Clareta! -le decía Leonor cuando entregaban su trofeo.
En esos momentos, Clara se sentía cercana a Leonor. Pero había otros momentos en los que más bien sentía que Leonor la odiaba, y sufría por ello. Como el día que Daniel Smith vino a pedirle la mano de Emma al doctor Alcántara, su padrino.
Clara quería mucho a Emma. Aunque no se parecían, muchas personas las creían hermanas, porque las dos eran muy bellas.
Ese día esperaban a Daniel con gran expectativa. Clara sostenía la mano de Emma, quien estaba más bella que nunca, exultante de felicidad.
- Eduardo, no le vayas a decir que sí al joven Smith de una vez -le había advertido la señora Alcántara- acuérdate que Trinita está averiguándome en Villa de Cura si es un hombre serio, como para casarse con Emma.
El doctor Alcántara, como hombre llano y afable que era, le había contestado que Daniel le parecía un hombre valioso, de mucho futuro y que si se ponían a averiguar, todo el mundo tenía en el pasado una historia que no deseaba publicar.
- Y más en este país - añadía.
Pero Margarita Valderrama de Alcántara era implacable.
- Si tiene un pasado impublicable, mejor es que Emma no se case.
Daniel llegó en medio de una algarabía que no se esperaba. Leonor, Emma y Clara lo habían ido a esperar a la entrada de Los Dos Caminos y les habían brindado golfeados a todos los muchachos que habían ido con ellas en el carro. Entre gritos de "¡vivan los novios!", y "¡que viva la bella Emma!" entraron por la avenida de la casa grande.
- ¿Qué hay de bueno, joven? - lo había saludado el ministro.
- Todo bueno, Don Eduardo, gracias.
- Tiene las manos frías, ¿está asustado? - preguntó el doctor Alcántara con voz estentórea.
- Sí, señor, un poco, señor, gracias.
- ¿Y por qué asustado, por Emma o por papá? - preguntó Margarita.
La candidez de la niña rompió el hielo. Todos rieron.
Esa tarde, cuando regresaban del paseo a Ño Alejandro, a cambiarse porque venía la pedida de mano, una vieja que vivía en el terreno justo al lado del de los Guevara, le dijo a Emma:
- Vete de esa casa si quieres sé felí.
- No sea pavosa, vieja bruja -le dijo Leonor, mientras recogía una piedra del suelo y hacía ademán de lanzársela.
- ¿Bruja, yo? ¡Pa que lo sepas, tú tampoco vas a sé felí, ni en esa casa ni en ningún lado!
Clara se asustó muchísimo y comenzó a llorar.
- ¿Te fijas, Clareta, por qué no me gusta traerte? ¡Eres una llorona! Y encima de todo, seguro que vas a irle con el cuento a mamá…
- Déjala, Leonor, es sólo una niña, y está asustada -dijo Daniel.
- Clara se hace la niña para lo que le conviene. Cuando quiere andar con los grandes es otra la historia. Tú no la conoces, Daniel.
- ¡Yo la veo tan linda y tan dulce! -dijo Daniel.
Emma la abrazó.
- No creas en esas cosas, Clarita. Son personas que lo que quieren es hacer daño. Mi felicidad es tan grande, que no puedo imaginar que algo pueda quitármela. Además, no es cristiano creer en esas cosas.
La vieja se quedó mascullando:
- Que no venga a llorá despué, porque yo se lo dije. Y la Leonó se vá jodé por grosera.
Feliz domingo! como siempre aterrizando en tus muy agradables artículos, pero esta vez, no se si será por el tamaño de letra que usaste (o quizá por el Firefox que utilizo) algunas lineas aparecen cortadas, faltas del último par de letras.
ResponderBorrarGracias por tus publicaciones, frescas como la mañana.
Gracias, Padre. Estoy tratando de editarlo, pero no he podido.
ResponderBorrarUn abrazo