sábado, 21 de agosto de 2010

Eduardo Alcántara Valderrama

Eduardo Alcántara era un joven apuesto y alegre. Tenía el cabello rubio casi blanco, que le caía en bucles sobre la frente. A los dieciséis años empezó a peinarse para atrás, con gomina, para tener un aspecto de “más seriedad”. Sus ojos eran como los de Leonor, negros como pozos, que hacían un contraste interesante con su cabello tan rubio. De bebé era tan bonito que la negra que lo cargaba le ponía un pañal sobre la cara cuando lo sacaba a pasear "para que no le echaran mal de ojo" y se enfurecía cuando le preguntaban si era una niña.

Su padre, que no había querido ponerle su nombre a sus anteriores hijos varones, terminó por ceder ante la insistencia de la señora Alcántara, de que debía llevar su nombre.

-         Es una lata cuando los hijos se llaman igual que el papá, porque uno no sabe de quién      están hablando – decía el doctor Alcántara.

-         ¡Pero cómo no van a saber, si tú eres un hombre hecho y derecho, y éste es apenas un bebé!

-         Mi señora, cuando él empiece a caminar y usted lo esté llamando, voy a creer que a quien llama es a mí. De manera que si usted quiere que ese niño se llame Eduardo, yo no voy a contestar cuando me llame, esté advertida. Y no voy a permitir que le digan Eduardito, porque cuando crezca, si tiene mi mismo tamaño, será ridículo que le digan así.

-         ¡Tú cuando quieres ser necio eres bien necio, Eduardo! – dijo airada la señora Alcántara.

-         ¿Eduardo el bebé o Eduardo yo?

La señora Alcántara se levantó y salió de la habitación.

-         El bebé se va a llamar Eduardo, como su papá – anunció.



Eduardo –Eduardito, como lo llamaban todos, muy a pesar de las constantes quejas de su padre- tocaba muy bien cualquier instrumento de cuerdas, tenía una voz hermosa y una increíble facilidad para las matemáticas. Sacaba cuentas a una asombrosa velocidad. En el colegio, los profesores lo adoraban: era un placer darle clases. Le ponían problemas complejos que resolvía con la mayor naturalidad del mundo:

-         Usted tiene que llevarse a Eduardito de aquí, doctor Alcántara-le decía con frecuencia el director del colegio -Mándelo para los Estados Unidos para que estudie allá, usted que tiene esa posibilidad. Ese muchacho es un genio.

Pero los planes del doctor Alcántara era que Eduardo estudiara la universidad en los Estados Unidos, no el colegio. Si se iba demasiado joven podría pasarle como a Dionisio, el hermano mayor del doctor Alcántara, que se fue a estudiar Matemáticas a Francia y nunca regresó a Venezuela.

- Venezuela es un pueblo de salvajes. Y a mamá no la veré más, de manera que no  tengo interés en regresar – escribió Dionisio Alcántara a sus hermanos cuando murió su madre.


-         Mijo, aprovecha para divertirte mientras estás aquí, porque allá en los Estados Unidos no vas a ver luz –le decía el doctor Alcántara a Eduardo.


Eduardo había sobrepasado a su padre en estatura. Era el más alto de la familia. Tenía manos grandes de gruesos dedos, espalda ancha y cuerpo atlético. Nadaba con frecuencia en el tanque, aunque no era tan buen nadador como Ramón. Invitaba a sus amigos de Caracas y a la "muchachera" del barrio cercano.

-         Yo espero que Eduardito cambie sus gustos cuando le toque casarse- decía su madre - los Alcántara han debido ser bien orilleros para que Leonor y él hayan salido así.

-         Orilleros son todos, mi señora, no sólo Leonor y Eduardo -contestaba el doctor Alcántara -Ramón y Francisco no se quedan atrás. Además, ¿qué hablas tú de nosotros los Alcántara, si tus hermanos poblaron de bachaquitos Cumaná?

-         ¡Por Dios, Eduardo, no me gusta que digas esas cosas! Mis hermanos jamás se juntaron con mujeres del pueblo. Pero como son gente bien, de ojos claros, quieren encasquetarles cualquier muchacho que se vea mezcladito. ¡Y cómo dices eso de Ramón y Francisco! Ramón tiene que tratar con todo tipo de gente por sus negocios, y ¡Francisco es tan caritativo!


Eduardo se apoderó de una casita que había cerca del tanque de agua donde se bañaban, y la convirtió en su laboratorio personal. Allí pasaba horas, indiferente al mundo que lo rodeaba. Estudiaba y hacía experimentos. Desarrolló una capacidad de abstracción impresionante. Carmencita y Gema, las hijas de la lavandera, eran sus ayudantes ocasionales.

-         Vayan hasta Los Dos Caminos y me compran carburo – las mandaba.

-         Mi mamá dice que el carburo es peligroso, y que tú no deberías jugá con eso- decía Carmencita.

-         Cualquier cosa es peligrosa si no la sabes usar. Y cuando vengan de regreso me compran golfeados.

El veinte de agosto Eduardo cumplió quince años. El mismo día, Gema cumplió catorce.

-         ¡Feliz cumpleaño, Eduardito! - dijo Gema alegre cuando entró al laboratorio esa mañana.

-         Felicidades para ti también- y Eduardo se levantó y le extendió la mano. Gema se sonrojó. Eduardo nunca había tenido ese tipo de deferencia con ella.

-         ¿Dónde está tu hermana? – preguntó él.

-         Se quedó con mi agüela, que está quebrantá.

-         Entonces, vamos a aprovechar que estamos los dos solitos, y vienes y me das un beso de cumpleaños.

-         Será pa' que mi mamá me mate.

-         ¿Y por qué te va a matar?... si tú no se lo dices no se entera. Yo no se lo voy a decir…

Gema bajó la cabeza. Eduardo se acercó más.

-         ¿Y qué va decí Misia Cecilia si se entera? - preguntó ella.

-         No va a decir nada, porque yo no le voy a contar nada. Tú haces igual que yo, te callas la boca. Ven que te voy a dar un beso.

-         Mire que usté es blanco y yo negra. Mi agüela dice que "ustedes son blancos y se entienden".

-         Ajá, ahora me tratas de usted otra vez. ¿Y tú crees que a mí me importa que seas negra? Ven acá.

-         No, Eduardito, no me vayas a embromá.

-         ¿Y de dónde sacas que yo te voy a embromar?... Ven acá – y la atrajo hacia sí.

-         Mi agüela dice que tu papá tiene embromá a Simona y que nosotras no debemos dejanos embromá por ninguno de los blancos.

-         ¡Caramba, Gema, qué trágica te has puesto! Yo sólo quiero un beso.

Y atrayéndola hacia sí, la besó en la mejilla. Sintió su olor.

-         Gema, hueles a níspero. Todo aquí en Los Chorros huele a níspero. Tienes la tierra en la piel - le dijo sin soltarla.

-         Ay, Eduardito, por favó – no podía, ni quería, soltarse del abrazo de aquellos brazos fuertes.

-         Ven, que quiero saber si también sabes a níspero.

La besó apasionadamente. Gema temblaba de placer y de miedo, quería huir y quedarse, reír y llorar. Se veía y no se veía como Simona.

-         Hueles a níspero, pero sabes a mango-le dijo él quedamente, volviéndola a besar- Eres una delicia.


Gema le devolvió el beso. Fueron sensaciones nuevas para ambos, de las que no se atrevieron a hablar, sino que se limitaron a sentir mientras sus bocas se conocían y sus manos nerviosas recorrían sus espaldas.

De repente, Eduardo la soltó, caminó hacia el mesón y como cualquier otro día, le dijo:

         - Toma, calienta esto en el mechero.

Y a pesar de que pasaron el resto de la mañana solos, Eduardo no intentó tocarla de nuevo.

1 comentario:

  1. Estoy desayunando con las diableras de Leonor y las peripecias amorosas de Daniel qué ricos tus cuentos carolina, wow un divertimento sostenuto bravisimo!

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