sábado, 21 de agosto de 2010

Clara Alcántara Valderrama

Clara Alcántara no podía tener mejor puesto el nombre: llevaba luz al lugar donde se encontrara. Luminosa, radiante, bella, bellísima. Blanca de cabellos castaños rizados, ojos color miel con grandes pestañas, la piel perfecta como un melocotón y una sonrisa acompañada por un hoyito en cada mejilla.


Clara era inteligente y perseverante. Cuando quería algo lo lograba. También era malcriada y llorona, condiciones que aprovechaba Ramón para sacarla de sus casillas y hacerla rabiar.


-         Ya Clareta está llorando, llorona, llorona… - Ramón bailaba a su alrededor.

-         Déjala, Ramón, estás muy grande para la gracia. Y tú, Clara, para qué le haces caso – decía la señora Alcántara.


Clara se parecía físicamente a su madre, aunque con otro colorido. La señora Alcántara, como todos los Valderrama, era rubia de ojos verdes. A ambas les gustaba mucho que les dijeran que se parecían, aunque la señora Alcántara aseguraba que si la gente seguía diciéndole a Clara lo bella que era, se iba a convertir en un ser insoportable. 


Leonor, que le llevaba diez años, era su ídolo. Clara deseaba ser como Leonor cuando creciera, osada, brillante, aguda. Hacía todo para llamar su atención y complacerla. Y sentía celos del claro favoritismo de Leonor por su hermana Margarita, la menor de todos.


Por eso, aunque a Clara le daba nervios el asunto de robar gallinas, acompañaba a Leonor a extraerlas del gallinero de los Guevara. Y es que Leonor aseguraba que no había en el mundo algo más delicioso que un sancocho de gallinas robadas. Clara no sabía si era cierto, pues no notaba la diferencia en el sabor de los sancochos, pero era una forma de que Leonor la tomara en cuenta.


Clara admiraba el arrojo con que Leonor entraba en el gallinero. Ella se limitaba a esperar del lado de afuera.


-¡Atájala, Clara! -gritaba Leonor mientras lanzaba la gallina por encima de la cerca a la vez que la salvaba de un solo brinco. Luego corrían muertas de la risa y con el corazón que se les salía por la boca hasta llegar donde los demás las esperaban con la olla lista.

-¡Bravo, Clareta! -le decía Leonor cuando entregaban su trofeo.


En esos momentos, Clara se sentía cercana a Leonor. Pero había otros momentos en los que más bien sentía que Leonor la odiaba, y sufría por ello. Como el día que Daniel Smith vino a pedirle la mano de Emma al doctor Alcántara, su padrino.


Clara quería mucho a Emma. Aunque no se parecían, muchas personas las creían hermanas, porque las dos eran muy bellas.


Ese día esperaban a Daniel con gran expectativa. Clara sostenía la mano de Emma, quien estaba más bella que nunca, exultante de felicidad.


-         Eduardo, no le vayas a decir que sí al joven Smith de una vez -le había advertido la señora Alcántara- acuérdate que Trinita está averiguándome en Villa de Cura si es un hombre serio, como para casarse con Emma.



El doctor Alcántara, como hombre llano y afable que era, le había contestado que Daniel le parecía un hombre valioso, de mucho futuro y que si se ponían a averiguar, todo el mundo tenía en el pasado una historia que no deseaba publicar.


-         Y más en este país - añadía.


Pero Margarita Valderrama de Alcántara era implacable.


-         Si tiene un pasado impublicable, mejor es que Emma no se case.


Daniel llegó en medio de una algarabía que no se esperaba. Leonor,  Emma y Clara lo habían ido a esperar a la entrada de Los Dos Caminos y les habían brindado golfeados a todos los muchachos que habían ido con ellas en el carro. Entre gritos de "¡vivan los novios!", y "¡que viva la bella Emma!" entraron por la avenida de la casa grande.


-         ¿Qué hay de bueno, joven? - lo había saludado el ministro.

-         Todo bueno, Don Eduardo, gracias.

-         Tiene las manos frías, ¿está asustado? - preguntó el doctor Alcántara con voz estentórea.

-         Sí, señor, un poco, señor, gracias.

-         ¿Y por qué asustado, por Emma o por papá? - preguntó Margarita.


La candidez de la niña rompió el hielo. Todos rieron.


Esa tarde, cuando regresaban del paseo a Ño Alejandro, a cambiarse porque venía la pedida de mano, una vieja que vivía en el terreno justo al lado del de los Guevara, le dijo a Emma:


-         Vete de esa casa si quieres sé felí.

-         No sea pavosa, vieja bruja -le dijo Leonor, mientras recogía una piedra del suelo y hacía ademán de lanzársela.

-         ¿Bruja, yo? ¡Pa que lo sepas, tú tampoco vas a sé felí, ni en esa casa ni en ningún lado!

Clara se asustó muchísimo y comenzó a llorar.

-         ¿Te fijas, Clareta, por qué no me gusta traerte? ¡Eres una llorona! Y encima de todo, seguro que vas a irle con el cuento a mamá…

-         Déjala, Leonor, es sólo una niña, y está asustada -dijo Daniel.

-         Clara se hace la niña para lo que le conviene. Cuando quiere andar con los grandes es otra la historia. Tú no la conoces, Daniel.

-         ¡Yo la veo tan linda y tan dulce! -dijo Daniel.

Emma la abrazó.

-         No creas en esas cosas, Clarita. Son personas que lo que quieren es hacer daño. Mi felicidad es tan grande, que no puedo imaginar que algo pueda quitármela. Además, no es cristiano creer en esas cosas.

La vieja se quedó mascullando:

-         Que no venga a llorá despué, porque yo se lo dije. Y la Leonó se vá jodé por grosera.



Eduardo Alcántara Valderrama

Eduardo Alcántara era un joven apuesto y alegre. Tenía el cabello rubio casi blanco, que le caía en bucles sobre la frente. A los dieciséis años empezó a peinarse para atrás, con gomina, para tener un aspecto de “más seriedad”. Sus ojos eran como los de Leonor, negros como pozos, que hacían un contraste interesante con su cabello tan rubio. De bebé era tan bonito que la negra que lo cargaba le ponía un pañal sobre la cara cuando lo sacaba a pasear "para que no le echaran mal de ojo" y se enfurecía cuando le preguntaban si era una niña.

Su padre, que no había querido ponerle su nombre a sus anteriores hijos varones, terminó por ceder ante la insistencia de la señora Alcántara, de que debía llevar su nombre.

-         Es una lata cuando los hijos se llaman igual que el papá, porque uno no sabe de quién      están hablando – decía el doctor Alcántara.

-         ¡Pero cómo no van a saber, si tú eres un hombre hecho y derecho, y éste es apenas un bebé!

-         Mi señora, cuando él empiece a caminar y usted lo esté llamando, voy a creer que a quien llama es a mí. De manera que si usted quiere que ese niño se llame Eduardo, yo no voy a contestar cuando me llame, esté advertida. Y no voy a permitir que le digan Eduardito, porque cuando crezca, si tiene mi mismo tamaño, será ridículo que le digan así.

-         ¡Tú cuando quieres ser necio eres bien necio, Eduardo! – dijo airada la señora Alcántara.

-         ¿Eduardo el bebé o Eduardo yo?

La señora Alcántara se levantó y salió de la habitación.

-         El bebé se va a llamar Eduardo, como su papá – anunció.



Eduardo –Eduardito, como lo llamaban todos, muy a pesar de las constantes quejas de su padre- tocaba muy bien cualquier instrumento de cuerdas, tenía una voz hermosa y una increíble facilidad para las matemáticas. Sacaba cuentas a una asombrosa velocidad. En el colegio, los profesores lo adoraban: era un placer darle clases. Le ponían problemas complejos que resolvía con la mayor naturalidad del mundo:

-         Usted tiene que llevarse a Eduardito de aquí, doctor Alcántara-le decía con frecuencia el director del colegio -Mándelo para los Estados Unidos para que estudie allá, usted que tiene esa posibilidad. Ese muchacho es un genio.

Pero los planes del doctor Alcántara era que Eduardo estudiara la universidad en los Estados Unidos, no el colegio. Si se iba demasiado joven podría pasarle como a Dionisio, el hermano mayor del doctor Alcántara, que se fue a estudiar Matemáticas a Francia y nunca regresó a Venezuela.

- Venezuela es un pueblo de salvajes. Y a mamá no la veré más, de manera que no  tengo interés en regresar – escribió Dionisio Alcántara a sus hermanos cuando murió su madre.


-         Mijo, aprovecha para divertirte mientras estás aquí, porque allá en los Estados Unidos no vas a ver luz –le decía el doctor Alcántara a Eduardo.


Eduardo había sobrepasado a su padre en estatura. Era el más alto de la familia. Tenía manos grandes de gruesos dedos, espalda ancha y cuerpo atlético. Nadaba con frecuencia en el tanque, aunque no era tan buen nadador como Ramón. Invitaba a sus amigos de Caracas y a la "muchachera" del barrio cercano.

-         Yo espero que Eduardito cambie sus gustos cuando le toque casarse- decía su madre - los Alcántara han debido ser bien orilleros para que Leonor y él hayan salido así.

-         Orilleros son todos, mi señora, no sólo Leonor y Eduardo -contestaba el doctor Alcántara -Ramón y Francisco no se quedan atrás. Además, ¿qué hablas tú de nosotros los Alcántara, si tus hermanos poblaron de bachaquitos Cumaná?

-         ¡Por Dios, Eduardo, no me gusta que digas esas cosas! Mis hermanos jamás se juntaron con mujeres del pueblo. Pero como son gente bien, de ojos claros, quieren encasquetarles cualquier muchacho que se vea mezcladito. ¡Y cómo dices eso de Ramón y Francisco! Ramón tiene que tratar con todo tipo de gente por sus negocios, y ¡Francisco es tan caritativo!


Eduardo se apoderó de una casita que había cerca del tanque de agua donde se bañaban, y la convirtió en su laboratorio personal. Allí pasaba horas, indiferente al mundo que lo rodeaba. Estudiaba y hacía experimentos. Desarrolló una capacidad de abstracción impresionante. Carmencita y Gema, las hijas de la lavandera, eran sus ayudantes ocasionales.

-         Vayan hasta Los Dos Caminos y me compran carburo – las mandaba.

-         Mi mamá dice que el carburo es peligroso, y que tú no deberías jugá con eso- decía Carmencita.

-         Cualquier cosa es peligrosa si no la sabes usar. Y cuando vengan de regreso me compran golfeados.

El veinte de agosto Eduardo cumplió quince años. El mismo día, Gema cumplió catorce.

-         ¡Feliz cumpleaño, Eduardito! - dijo Gema alegre cuando entró al laboratorio esa mañana.

-         Felicidades para ti también- y Eduardo se levantó y le extendió la mano. Gema se sonrojó. Eduardo nunca había tenido ese tipo de deferencia con ella.

-         ¿Dónde está tu hermana? – preguntó él.

-         Se quedó con mi agüela, que está quebrantá.

-         Entonces, vamos a aprovechar que estamos los dos solitos, y vienes y me das un beso de cumpleaños.

-         Será pa' que mi mamá me mate.

-         ¿Y por qué te va a matar?... si tú no se lo dices no se entera. Yo no se lo voy a decir…

Gema bajó la cabeza. Eduardo se acercó más.

-         ¿Y qué va decí Misia Cecilia si se entera? - preguntó ella.

-         No va a decir nada, porque yo no le voy a contar nada. Tú haces igual que yo, te callas la boca. Ven que te voy a dar un beso.

-         Mire que usté es blanco y yo negra. Mi agüela dice que "ustedes son blancos y se entienden".

-         Ajá, ahora me tratas de usted otra vez. ¿Y tú crees que a mí me importa que seas negra? Ven acá.

-         No, Eduardito, no me vayas a embromá.

-         ¿Y de dónde sacas que yo te voy a embromar?... Ven acá – y la atrajo hacia sí.

-         Mi agüela dice que tu papá tiene embromá a Simona y que nosotras no debemos dejanos embromá por ninguno de los blancos.

-         ¡Caramba, Gema, qué trágica te has puesto! Yo sólo quiero un beso.

Y atrayéndola hacia sí, la besó en la mejilla. Sintió su olor.

-         Gema, hueles a níspero. Todo aquí en Los Chorros huele a níspero. Tienes la tierra en la piel - le dijo sin soltarla.

-         Ay, Eduardito, por favó – no podía, ni quería, soltarse del abrazo de aquellos brazos fuertes.

-         Ven, que quiero saber si también sabes a níspero.

La besó apasionadamente. Gema temblaba de placer y de miedo, quería huir y quedarse, reír y llorar. Se veía y no se veía como Simona.

-         Hueles a níspero, pero sabes a mango-le dijo él quedamente, volviéndola a besar- Eres una delicia.


Gema le devolvió el beso. Fueron sensaciones nuevas para ambos, de las que no se atrevieron a hablar, sino que se limitaron a sentir mientras sus bocas se conocían y sus manos nerviosas recorrían sus espaldas.

De repente, Eduardo la soltó, caminó hacia el mesón y como cualquier otro día, le dijo:

         - Toma, calienta esto en el mechero.

Y a pesar de que pasaron el resto de la mañana solos, Eduardo no intentó tocarla de nuevo.