lunes, 17 de mayo de 2010

Las dos Iglesias

Como católica me he sentido profundamente abatida por los escándalos de pedofilia en el seno de la Iglesia Católica. La pedofilia es un crimen y quienes la practican deberían estar presos, no tapareados o enviados a otro lugar donde puedan volver a cometer sus aberrantes actos.

Por más que lo pienso no entiendo cómo miembros de la alta jerarquía eclesiástica no tomaron las decisiones que debían tomar en el momento en que debieron tomarlas. ¿No resulta obvio que había que detener a los pedófilos y entregarlos a la justicia? ¿Cuáles fueron los criterios que permitieron que esos abusos se siguieran cometiendo? Porque se siguieron cometiendo y en un número importante de casos los pervertidos eran los mismos. El Arzobispo de Boston, Bernard Cardenal Law, fue el primer alto jerarca forzado a renunciar luego de que el Boston Globe divulgó las denuncias de abusos de las que el cardenal había tenido conocimiento y optó por encubrir. Muchos sacerdotes católicos presionaron para que renunciara.

Tampoco encuentro explicación de por qué el Papa Benedicto XVI le dio tantas largas al asunto. No quiero pensar que también trató de esconderlo.

Y es que parece que hubiera dos iglesias. Una es la Iglesia Católica en la que creo, la de miles de religiosos buenos, nobles, comprometidos, generosos, que han dedicado sus vidas a ayudar a otros en nombre de Cristo y a llevar el mandamiento de amarse los unos a los otros hasta donde nunca antes ha llegado. La otra, la que ni siquiera quiero llamar “iglesia”, la de unos centenares de pervertidos, una minoría, ciertamente, pero que ha causado un daño exponencial.

Y estoy segura de que ese daño ha sido mayor por haber escondido los hechos… Hay más justos que pecadores en esta historia, pero esos justos están pagando por culpas que no son suyas. Deseable hubiera sido que la misma Iglesia hubiera investigado las denuncias, expuesto a los culpables y entregado a la justicia de cada país. El hábito definitivamente no hace al monje y la sotana no puede ser una patente de corso para delinquir.

Como católica exijo acciones concretas que detengan de una vez y para siempre estos horrores que nada tienen que ver con la doctrina, el mensaje de amor de Cristo y los miles de sacerdotes que sí han vivido de acuerdo a ellos.

Gilberto

La primera vez que Gilberto vino a Venezuela tenía dieciséis años. Apenas nos montamos en el carro para subir a Caracas me preguntó cuál era el límite de velocidad:

- En realidad, aquí no hay tal cosa como límite de velocidad – le respondí.

- ¿No hay? ¿Y cuál es la edad mínima para tomar licor?- preguntó de inmediato.

- Tampoco hay una edad mínima para tomar…

Arrobado, soltó un “¡yesss!” acompañado de una seña de triunfo.

Cuando ya había cumplido dieciocho años regresó. Al día siguiente de haber llegado me pidió que lo llevara a comprarse un zarcillo.

- Mi mamá sabe… mi papá no, no le gusta – me dijo.

Ya para entonces manejaba y no había cosa que le gustara más que pasar en rojo un semáforo cercano a mi casa que nadie respetaba. Eso le producía un placer orgásmico. Pasaba el día entero subiendo y bajando. Se ofrecía de voluntario para hacer cualquier diligencia. Y si la luz estaba verde, esperaba que se pusiera roja para entonces pasar.

- ¿Sabes cuántas veces pasé hoy el semáforo en rojo?- me decía.

- ¿Cuántas?

- Doooce – y cerraba los ojos mientras arrastraba la cifra.

Cuando lo llevé al aeropuerto al fin de las vacaciones le advertí que se quitara el zarcillo. Me aseguró que se lo quitaría tan pronto estuviera “de vuelta a la vida real”, que no era otra cosa que pisar suelo estadounidense. Me abrazó y juró volver muy, muy pronto.

- Siempre supe que había nacido en el lugar equivocado- fue su despedida.

Y yo me quedé pensando cuál era el “lugar equivocado”.