sábado, 14 de agosto de 2010

Ramón Alcántara Valderrama

Ramón, el segundo de los Alcántara, era alto y delgado, de contextura atlética. Tenía el pelo liso con reflejos rojizos, por todo el sol que había tomado, algunas pecas sobre la nariz respingona, y una sonrisa esplendorosa. A los dieciséis años practicaba el salto de garrocha y nadaba como un pez en Macuto. Siempre se las arreglaba para entrar en la playa de las mujeres.

-         ¿Quién se está ahogando? ¿Necesitan salvavidas?- preguntaba.
-         Nadie se está ahogando, Ramón, porque nadie se está bañando. Estamos aquí tomando sol –le respondían sus amigas divertidas por su desfachatez.
-         Bueno, pero mejor me quedo por aquí por si me necesitan. El mar está picado y ustedes no saben nadar.
-         El mar está como un plato…

Y a pesar de las quejas de las mismas matronas de siempre, era recibido con beneplácito por la mayoría.

Ramón también cantaba con una hermosa y aterciopelada voz de barítono que jamás quiso educar, muy a pesar de la insistencia de conocedores que encontraban en él una promesa real. Era muy popular entre las muchachas. A la hora de las serenatas, la presencia de Ramón era obligatoria. Cantaba toda clase de arias de óperas y zarzuelas, canciones latinoamericanas y le había inventado letra a la música de jazz de una colección de discos de la RCA Victor que poseía.

Pero su especialidad, su caballito de batalla era “Largo al factotum” de El Barbero de Sevilla, que tarareaba con frecuencia:

         - Ah, bravo Figaro!
         Bravo, bravissimo!
         Fortunatissimo per verità!

Ramón era simpático y divertido. El alma de las fiestas. Sabía cuentos que a todos hacían reír. Tenía “chispa”. Su padre la atribuía a la lamparosa, un pescado que comían en Cumaná, que según él, volvía a la gente inteligente.

Pero Ramón, si en algún momento fue inteligente, echó sus talentos por la borda. A los quince años descubrió el alcohol, y de allí en adelante, toda su vida fue un continuo descenso. El alcohol acabó con él.

Cuando se emborrachaba, perdía la cabeza.

-         Cuando toma, Ramón le da palo a todo mogote -decía Uzcátegui, el chofer del doctor Alcántara, quien se había autodesignado “rescatista” de Ramón. Ya había perdido la cuenta de las veces que lo llevó cargado hasta su cama, desmayado o gritando y pateando como un loco. Nunca se sabía cómo terminaba la borrachera.

Ramón empezó a perder la popularidad que tenía entre sus amigos cuando le dio una nalgada a una de las hijas del Superintendente de las Aguas en pleno baile de carnaval. La muchacha armó un escándalo y Ramón, con un avergonzado y contrito doctor Alcántara, tuvo que ir a pedirle excusas a ella y a su padre al día siguiente. Si el doctor Alcántara no hubiera sido ministro, Ramón hubiera pasado una buena temporada en la cárcel.

Pero su caída en desgracia definitiva se debió a que en una de sus borracheras confundió a la suegra del ministro de salud con la dueña de un burdel que frecuentaba en La Pastora.

-         Mi amor, consígueme una carajita que esté bien buena para esta noche – le dijo.
-         ¡Cómo se atreve, joven, no sea insolente! Respéteme, que yo soy una dama.
-         ¿Dama? ¡Si en los salones de pipiripao de Caracas las damas se cuentan con los dedos de una mano! ¿Te vas a hacer la loca, corazón?... Tú que me has conseguido las mejores carajitas de este país – insistía Ramón, mientras la tomaba por la cintura – mira, mira, tengo billetes de los que te gustan…

Una sonora bofetada lo dejó en el sitio. Ramón quedó lamentándose, pero sin percatarse del error. Se sobó la mejilla.

         - Esta puta está arrecha hoy…

Al rato llegó Carlos, el hijo de la agredida, con dos amigos.

-         Ramón Alcántara, si no fueras hermano de Baltasar, te pegaría un tiro en este instante.
-         ¿Y a ti qué te pasa?... ¿qué les pasa a todos, se volvieron locos? – preguntó Ramón, sin levantarse del sofá - Figaro! Figaro! Figaro! Ahimè, che furia! Ahimè, che folla! Uno alla volta, per carità!
-         Vamos, Carlos, déjalo así, no te ensucies las manos por un borracho de mierda –le dijo uno de los amigos.

Pero Carlos estaba indignado y le propinó a Ramón un derechazo que lo dejó tendido hasta el día siguiente, cuando Uzcátegui dio con él.

Inexplicablemente, ni la señora ni el doctor Alcántara aceptaban que Ramón era un enfermo. Según ella, sus hijos eran perfectos. Hablaba horrores de los hijos de los demás. Antonio Guevara, hijo de los Guevara, que vivían enfrente, era uno de los blancos habituales de sus críticas:

-         Ese niño es un bueno para nada, y lo peor es que no le da vergüenza. Pensar que su padre es médico, y él nada más que un zángano. Y encima de todo, bebe como una cuba.

Ramón Alcántara tampoco hacía nada, pero por supuesto, él no era un zángano; cuando salió del colegio de los Padres Franceses no quiso ir a la Universidad, pero según su madre, no le hacía falta.

-         Ramón tiene de manera innata una mente para los negocios tan brillante, que en la Universidad misma le han rogado que dé clases.

En Caracas salía de su casa "a hacer negocios", que no era otra cosa que meterse en un bar cerca de la esquina de Altagracia, a tomar desenfrenadamente con todos los que frecuentaban el lugar. Cuando se alegraba, se montaba en una mesa y lanzaba billetes al aire. Gracias a esa prodigalidad, "Ramoncito" era el borracho más popular de Altagracia a Salas, de Salas a Balconcito y de Balconcito a Cuartel Viejo.

Le gustaba visitar un bar en Petare que se llamaba "Un solo dolor", y que –gracias a él- abría desde temprano cuando los Alcántara temperaban en la casa grande.

De allí salía borracho a la siguiente parada de su habitual itinerario: el burdel de Catalina. Las "niñitas" lo adoraban, pues tenía siempre los bolsillos llenos de dinero, y si se le acababa, mandaba a Uzcátegui, a que le trajera más.

- Misia Cecilia, Ramoncito necesita más real para un negocio.
- ¿Desde cuando a "eso" le dicen negocio?- preguntó Leonor.
- No hace falta tu sarcasmo, Leonor. Ramón tiene madera, un don innato para los negocios. Venga, Uzcátegui, para que le lleve el dinero que necesita. ¿Esto será suficiente? ¿No dijo Ramón cuánto quería?

Y la escena se repetía noche tras noche. Cecilia Alcántara esperaba a su hijo despierta.

-         ¡Ay, hijo, qué bueno que llegaste!
-         Mamá, un negocio con unos gringos... sí que toman esos gringos.
-         Claro, y si no tomas con ellos piensan que es una descortesía...
-         No se les puede decir que no. Y eso que mientras yo me tomaba uno, ellos se tomaban tres.

Clara, una de sus hermanas menores, se moría de la rabia.

- Eres un borracho -le dijo un día.
- Y si lo soy…  ¿a ti qué te importa? -le contestó Ramón.
- Me importa mamá, que cree que estás haciendo negocios.
- Carajita, además de bonita eres inteligente.
- De verdad que Leonor tiene razón. Eres despreciable.
- Mírame, Clareta, mírame como tiemblo de miedo por lo que dices.

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