domingo, 29 de agosto de 2010

Margarita Alcántara Valderrama

Margarita Alcántara Valderrama

Margarita, la menor de los Alcántara, era rubísima como su madre, pero fisonómicamente parecida a su padre: frente ancha, nariz “de porrón”  y labios finos. Era una niña “graciosa”, pero no bonita.

Leonor la adoraba, pues Margarita nació cuando ella tenía trece años y la tomó como si fuera su hija. Era de hablar suave y carácter retraído, tal vez porque desde que tuvo uso de razón, Margarita se sintió apabullada por la personalidad de Leonor y la belleza de Clara. Ella no daba de qué hablar.

Margarita estudiaba piano con el mismo profesor de Francisco. Y demostró una gran habilidad como ejecutante desde que comenzó a tocar.

-         Margarita ya va por Mozart, y yo todavía practico escalas – decía Francisco.

Margarita compartía con Clara una institutriz francesa, Mademoiselle Suzanne, una dama prudente y culta, que había abandonado Francia cuando perdió a su padre y a su hermano en los meses iniciales de la Primera Guerra Mundial. Llegó a Caracas el viernes de Carnaval de 1915 y se hospedó en una pensión cerca de la Plaza Bolívar. La impresionó la celebración del viernes en la noche. Retreta, bailes, disfraces. Lo mismo fue el sábado y el domingo. “Gracias a Dios que mañana es lunes”, pensó. Pero el lunes hubo la misma música, los mismos bailes, los mismos disfraces. Y el martes también. “Este es un pueblo de locos, ¿será que aquí nadie trabaja?”. Empezó a pensar para dónde se iba a ir. Afortunadamente el miércoles temprano regresó a la pensión otra francesa que vivía allí y camino a la iglesia para recibir la ceniza le explicó que las fiestas eran por el Carnaval. Fue ella quien la ayudó a encontrar trabajo en casa de los Alcántara.

Margarita y Clara hablaban francés perfectamente. Y Margarita prefería escribir en francés, como sus amigas que estudiaban en el San José de Tarbes. Soñaba con irse a estudiar a ese colegio, pero la señora Alcántara no pensaba lo mismo:

-         Esas monjas son unas hipócritas, ni pensarlo – decía.
-         ¿Y qué es para ti ser hipócrita, mamá? – le preguntaba Leonor.


La señora Alcántara siempre la dejaba sin respuesta, no sin antes dirigirle una de sus gélidas miradas.

A Margarita le encantaba ponerse la ropa de Clara.

-         ¡No, mi ropa no! – le decía Clara.
-         Préstasela, Clareta, no seas mezquina – le decía Leonor.
-         ¡Es que me la daña! – protestaba Clara.

Pero Leonor invariablemente apoyaba a Margarita. Y Clara lo resentía.

Una vez que el doctor y la señora Alcántara viajaron a Trinidad, Margarita se quejaba de su hermana Clara:

-         Apaga la luz, que no me puedo dormir con la luz prendida.
-         Tápate los ojos con la almohada, que estoy leyendo – le decía Clara.
-         ¡Leonor, Clara no quiere apagar la luz y yo no puedo dormir! – llamó Margarita.

Leonor llegó de inmediato.

-         ¿Qué es lo que pasa aquí? – preguntó.
-         Quiero dormir y no puedo con la luz que Clara tiene prendida.
-         Quiero leer, que se tape los ojos – propuso Clara.

Leonor le apagó la luz. Cuando salió, Clara la volvió a encender.

-         ¡Leonor, Clara prendió la luz otra vez! – llamó Margarita.

Leonor regresó, y sin decir nada, agarró un paño, desenroscó el bombillo y se lo llevó.

-         ¡Necia! – le dijo Clara a Margarita.

Se quitó las medias y salió al patio.

-         ¡Estás loca, Clareta! ¿Qué haces en el patio, sin medias? – preguntó Leonor.
-         ¡Me quedaré aquí descalza, toda la noche, para que me dé pulmonía y me muera, y papá y mamá te castiguen, Leonor! – le dijo Clara indignada.
-         Ojalá que te dé y te mueras de una vez, y así no fastidies más.

Margarita lloraba.

-         No peleen, yo no quiero que Clara se muera.
-         Si Clara se muere, quedamos tú y yo. Además, vas a tener tu cuarto sola - decía Leonor.
-         ¡Yo no me voy a morir porque tú lo digas, Leonor! Y se lo voy a decir a mamá -contestaba Clara.
-         Acuseta.

Pero Clara jamás decía nada. Francisco tuvo que intervenir.

-         Vente a dormir conmigo, Clarita. Yo también leo, así que nos acostaremos tarde los dos.
-         Por eso es que Clara es una malcriada – masculló Leonor, quien se acostó a dormir con Margarita, que tenía miedo de quedarse sola.


El compromiso de Emma y Daniel se realizó tal como estaba planeado, y la boda se fijó para seis meses después, el veintidós de noviembre, día de Santa Cecilia. Daniel regresó a Villa de Cura. Leonor y Emma lo acompañaron otra vez hasta el pueblo, pero esta vez Leonor no invitó a nadie a pasear.

-         No, Margarita, tú no vas a venir. Sólo Emma y yo. Fíjate que tampoco viene Clareta.
                                                                                                       
Margarita se quedó mirando la nube de polvo que levantó el carro al salir de la propiedad y entrar al camino de tierra. Leonor, apenas salieron, le secreteó a Emma:

-         Aprovecha para que te des un revolcón con Daniel. Yo me bajo del carro, camino un poco dentro del monte, y me hago la loca. Párense cerca de las matas de acacia, que por ahí no vive nadie.
-         ¡Ay, Leonor, tú si tienes cosas! Yo no me voy a dar ningún revolcón. Soy una señorita decente. ¡Y tú también! No deberías  pensar esas cosas, y mucho menos decirlas. ¡Qué diría mi madrina si te oye!

Leonor rió.

-         Mamá diría que a cuál de los Alcántara salí yo, porque los Valderrama, los Ruiz, los León, los Soler y todos sus otros antepasados eran dignos y rectos, hombres y mujeres de bien, intachables, irreprochables, cristianos a carta cabal. Además, Emma, si tú supieras lo que es un buen revolcón no andarías con recatos necios.
-         Ah, sí, Leonor, comonié… ¿y es que tú te has dado un revolcón con alguien, tú que ni siquiera has tenido novio?
-         Secretos en reunión son de mala educación – dijo Daniel.
-         Cosas de mujeres, Daniel – dijo Leonor y rió de nuevo.
-         No me gusta cuando te ríes así, pones cara de mala. ¿Con quién te revolcaste, a ver? – la emplazó Emma.
-         Con nadie, chica, con nadie. Pero tengo unas ganas...

Leonor no le iba a contar a Emma que dos noches antes ella se metió en el cuarto a Daniel y se dieron algo más que un revolcón.


-         Eso sí, Daniel. Acuérdate que me tengo que casar virgen.
-         No te preocupes, Leonor. Virgencita te casarás. ¿Cómo es que puedes ser tan amiga de Emma, y hacer esto conmigo?
-         Lo mismo te pregunto, ¿cómo puedes ser el novio de Emma y hacer esto conmigo?
-         Eres una pequeña diabla.
-         Y tú un diablo no tan pequeño. Estamos a mano.

Lo que Leonor no sabía era que Margarita la había seguido y había visto todo lo que había sucedido en el cuarto de Daniel.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario